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OPINIÓN | Putin puede aferrarse al poder, pero su leyenda está acabada

Alexandra Ferguson

Nota del editor: Mark Galeotti es director ejecutivo de la consultora Mayak Intelligence y profesor honorario del University College de Londres. Es autor de varios libros sobre historia rusa, el más reciente “Putin’s Wars: from Chechnya to Ukraine”. Las opiniones expresadas en este artículo le pertenecen únicamente a su autor. (CNN) — A pesar de algunas especulaciones frenéticas en torno a la pérdida por parte de Rusia de la región ucraniana ocupada de Jersón esta semana, todavía es demasiado pronto para predecir cuándo y cómo el presidente Vladimir Putin entregará el poder, ya sea en términos de destitución, retiro, o que simplemente muera en el cargo.

Aún así, lo que ya podemos prever son algunos de los procesos que pueden dar forma y provocar esa salida. Más aún, incluso aferrándose al poder, Putin nunca estará a la altura de la imagen que se había creado.

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Especialmente en los primeros meses de la guerra, se especuló mucho sobre su salud, con afirmaciones de que tenía de todo, desde cáncer de sangre hasta Parkinson. Gran parte de las especulaciones ha disminuido, sobre todo porque el aspecto hinchado y las extrañas sacudidas que se tomaron como prueba parecen haber pasado.

No era de extrañar que esto suscitara tanto interés, ya que ofrecía una especie de deus ex machina para los gobiernos occidentales deseosos de una solución rápida a los dilemas del conflicto.

Sin embargo, según los oficiales de inteligencia estadounidenses que han estudiado la cuestión, aunque Putin puede tener problemas de salud recurrentes, se sabe desde hace tiempo que padece problemas de espalda e incluso puede estar sufriendo una enfermedad que ha comprometido su sistema inmunológico, lo que explica las medidas extremas adoptadas para protegerlo del covid-19- no hay indicios de nada que pueda conducir a su muerte o incapacidad inminentes.

No obstante, Putin tiene 70 años y su salud se ha convertido realmente en una cuestión existencial para el sistema. Al fin y al cabo, aunque la Constitución de Rusia estipula lo que ocurre si muere en el cargo: el primer ministro asume la presidencia interina hasta que puedan celebrarse elecciones anticipadas, no hay ninguna disposición en caso de que quede incapacitado durante un periodo de tiempo considerable, ni existe un vicepresidente que pueda sustituirlo.

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Este es exactamente el tipo de crisis política que podría generar una lucha dentro de la élite, que podría hacer caer este régimen.

Al fin y al cabo, por ahora, las posibilidades de que se produzca un golpe de Estado en palacio son apenas mayores que las de que Putin sea derrocado por las protestas en las calles. Múltiples fuerzas de seguridad se equilibran entre sí: en Moscú, por ejemplo, la guarnición militar, una división especial de la Guardia Nacional y el Regimiento del Kremlin, dependen de diferentes cadenas de mando. El Servicio Federal de Seguridad vigila a los tres, y el Servicio Federal de Protección, a su vez, a ellos.

Mientras Putin sea capaz de controlar a los jefes de estos llamados “ministerios del poder” y éstos cuenten con la lealtad de sus organismos, parece difícil derrocarlo.

Pero, a pesar de que parece estar firmemente en control, lo que está sucediendo es que su sistema se está volviendo cada vez más frágil, perdiendo los recursos que en el pasado le han proporcionado la resistencia para responder a desafíos inesperados.

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Obviamente, esto significa recursos financieros. A medida que las sanciones se agravan y los costos de la guerra aumentan, el dinero es cada vez más escaso. Casi un tercio del presupuesto de 2023 (más de 9 billones de un total de 29 billones de rublos) se destinará a defensa y seguridad. Esto deja proporcionalmente menos para apoyar los presupuestos regionales y mantener a flote las industrias en dificultades.

Sin embargo, también significa una legitimidad debilitada y la buena voluntad de los servicios de seguridad y las élites locales. Los índices de aprobación de Putin siempre han sido artificialmente altos, dado que no existe una oposición significativa con la que pueda medirse, pero, no obstante, están cayendo.

La Guardia Nacional, la fuerza clave encargada de controlar las protestas en las calles, se ha visto diezmada por los combates en Ucrania. Los miembros de la Guardia Nacional también están molestos por haber sido utilizados como carne de cañón en una guerra para la que la glorificada policía antidisturbios no estaba ni entrenada, ni equipada.

Mientras tanto, aunque el malestar dentro de la élite permanece cuidadosamente silenciado, es evidente. Al igual que hizo durante la pandemia de covid-19, Putin está dejando en manos de sus alcaldes y gobernadores regionales el duro e impopular trabajo de reunir “batallones de voluntarios” y mantener la economía de guerra. Mientras que algunos, como el gobernador de San Petersburgo, Alexander Beglov, han aprovechado esto como una oportunidad para ganarse la aprobación de Putin, muchos otros están sigilosamente consternados.

Todo esto hace que sea aún más difícil predecir el futuro de Putin y su régimen. Incluso los regímenes frágiles y estancados pueden aguantar mucho tiempo. Podría decirse que la Rusia zarista estaba en muerte cerebral en 1911, cuando fue asesinado el primer ministro brutalmente reformista Petr Stolypin, pero aún así duró tres años de catástrofe en la Primera Guerra Mundial antes de desmoronarse en 1917.

Sin embargo, significa que el Estado de Putin es mucho menos capaz de hacer frente al tipo de crisis inesperadas que son a la vez difíciles de predecir y, a la vez, inevitables en última instancia. Podría ser cualquier cosa, desde una derrota generalizada en Ucrania hasta un colapso económico regional en cascada en casa, que las fuerzas de seguridad se nieguen a reprimir las protestas en las calles o que Putin caiga gravemente enfermo.

En estas circunstancias, como en marzo de 1917 (febrero según el antiguo calendario ruso), quizá el comandante en jefe se enfrente a sus generales y políticos de alto rango y sea inducido a dimitir por el bien de la patria.

En la actualidad parece difícil imaginar tal escenario, pero en general la élite rusa, tanto política como militar, no es “putinista” sino oportunista y despiadada. Han apoyado a Putin porque va bien con sus intereses; siguen siendo leales porque los riesgos de oponerse a él, por ahora, parecen mucho mayores.

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Pero, si empiezan a creer que es vulnerable, es probable que se distancien de él a toda velocidad. Nadie quiere ser el último leal de un régimen condenado al fracaso.

Aún así, pase lo que pase, los sueños de Putin de convertir a Rusia en una gran potencia gracias a su fuerza militar han terminado, al igual que sus ambiciones de asegurarse un legado como uno de los grandes constructores del Estado de la nación.

Su maquinaria militar está rota; la economía de su país está tan dañada que tardará años en recuperarse; su reputación como cerebro geopolítico está hecha añicos. Putin el hombre puede seguir aferrándose al poder durante años, pero Putin la leyenda ha muerto.

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